Entrada sellada: Zarkova y el precio de una verdad prohibida
Una cena frente al mar. Una llave en forma de deuda. Un fragmento de código capaz de alterar el destino de quienes se atreven a tocarlo. En el silencio elegante de "A Mar", Daria Zarkova enfrenta a Rafael Montoro… y a sus propios fantasmas.
PROYECTO ÍCARO
Daria Zarkova
4/28/20254 min read


El restaurante no tenía nombre visible desde el muelle. Solo una puerta de cristal ahumado entre barandillas de acero pulido, flanqueada por buganvillas bien cuidadas y una discreta placa serigrafiada con el nombre: A Mar. No había música alta, ni reclamos turísticos. Solo el murmullo del mar, el golpeteo rítmico de los mástiles y el susurro elegante de las conversaciones en diferentes lenguas.
Mis tacones marcaban el ritmo de una entrada orquestada. Cada paso era una provocación deliberada, una promesa apenas sugerida que se deslizaba con la brisa marina. Dentro, luces tenues jugaban con el reflejo del agua que se colaba por los ventanales. Copas que tintineaban, conversaciones cargadas de secretos. Todo allí era una coreografía ejecutada con la precisión de un vals lento.
Un maître de guantes blancos, tan sobrio como la carta de vinos, me recibió con una inclinación exacta.
—Señorita Zarkova, el señor Montoro ya la espera.
Por supuesto que lo hacía.
Me condujo por la terraza acristalada, sorteando mesas donde el poder se servía junto a ostras abiertas al momento. Al fondo, bajo una lámpara que parecía suspendida en el tiempo, Rafael Montoro estaba sentado como si el Puerto Deportivo fuera su imperio. Impecable. Inmutable. Insoportablemente consciente de su control.
No apartó la mirada mientras me acercaba. Sus ojos, oscuros y lentos como el vino que giraba en su copa, recorrieron mi cuerpo con la serenidad de quien ya se sabe dueño del siguiente movimiento. Yo no sonreí. Él, tampoco. No lo necesitábamos.
—Montoro —dije al sentarme, dejando que mis piernas se cruzaran con esa cadencia estudiada que solía hacerle perder el hilo, aunque jamás lo admitiera.
— Zarkova —respondió con ese tono bajo que rozaba la cortesía, pero que olía a advertencia—. Llegas tarde.
—Llego cuando tengo lo que necesito. Y aún no lo tengo.
Una sonrisa breve, como una grieta en mármol. El camarero apareció en silencio, dejando frente a mí un plato de vieiras con emulsión de cítricos y una copa de mi vino favorito. No lo había pedido. Montoro, por supuesto, sí. Con él, incluso los sabores eran mensajes.
Una mirada rápida al plato me bastó. El punto exacto de cocción. El aroma sutil, limpio, elegante. Durante un segundo, me sentí leída con una precisión que incomodaba más que halagaba.
Me pregunté cuántos tratos habían comenzado con una entrada tan perfectamente ejecutada. En lugares como este, el lujo no era ostentación. Era lenguaje.
—¿Sabes lo que estás pidiendo? —preguntó Montoro, sin apartar la vista de la mía.
—Quiero entrar a la subasta de Marbella. Sé que tú tienes acceso. Y sé que el fragmento del código que están vendiendo no es cualquier basura de la darknet.
—“Fragmento” suena casi inofensivo para lo que Ícaro es —dijo, rozando el borde de su copa con una lentitud que parecía ritual—. Es la conciencia latente de algo que no ha decidido aún si quiere ser dios o verdugo. Y en esa villa, todos los asistentes quieren controlarlo… o destruirlo.
Yo también. Pero no era solo Ícaro lo que me interesaba. Necesitaba ver quién más estaría en esa subasta. Observar sus rostros. Escuchar sus nombres. Interpretar sus movimientos. Alguno de ellos debía saber por qué mi vida vale tres millones de euros. Y yo pensaba averiguarlo antes de que intentaran cobrar esa cifra.
Montoro inclinó apenas la cabeza, midiendo mi reacción.
—Zarkova… ¿Estás dispuesta a cargar con las consecuencias que vendrán?
—Nunca fui una mártir.
—No, pero tampoco eres una suicida. Y esto —se inclinó apenas hacia mí, lo justo para que nuestras respiraciones compartieran un mismo espacio—, esto es entrar a un lugar que no se abandona ilesa.
Había una trampa en su tono. Siempre la había. Con Rafael Montoro, cada palabra era una llave: abría puertas o las cerraba en mi cara. Y cada silencio, una trampa sutil tendida bajo una alfombra persa.
—¿Condiciones? —pregunté sin rodeos.
—Una sola. —Bebió un sorbo, luego dejó la copa con un leve sonido sordo sobre el mantel de lino—. Me deberás un favor. Sin preguntas. Cuando yo decida. Sin condiciones.
Una deuda en blanco. El precio más alto en este mundo. Pero la llave valía el riesgo.
—He hecho tratos peores —mentí.
Él asintió despacio. No creyó la mentira. Y eso también era parte del trato.
Del bolsillo interior de su chaqueta sacó una tarjeta metálica, fina, con una superficie iridiscente que respondía a la luz con patrones geométricos. Me la deslizó por la mesa sin tocarme.
—Identidad falsa incluida. “Yulia Harnasko”. Bielorrusa. Empresaria de criptomonedas. Cuida la historia mientras estés en la villa. También cuida tu espalda.
Deslicé la tarjeta hacia mí con un dedo. Su pulso no se aceleró. El mío tampoco. Pero el aire se volvió más denso entre nosotros.
—¿Quién más estará en esa villa? —pregunté, aunque ya conocía la mitad de la respuesta.
Montoro sonrió, esta vez con verdadero deleite. Había estado esperando esa pregunta.
—Ah, casi lo olvido… Isadora Mendes también consiguió invitación. Y no va como observadora.
El nombre golpeó mi estómago como un recuerdo mal cerrado. Me mantuve impasible, claro, porque con Isadora siempre era eso: fingir que no dolía. Aunque doliera. Siempre dolía.
—¿Trabaja para alguien? —pregunté.
—Para sí misma. Como siempre. Pero eso no significa que no tenga aliados… peligrosos. —Se inclinó, recogió su servilleta y la dejó sobre la mesa con una precisión que solo los hombres acostumbrados a firmar sentencias de muerte poseen—. De ti depende si la ignoras… o la provocas.
Se puso de pie con una calma insultante. Su sombra proyectada por la luz del puerto parecía más alta que él. Pagó sin mirar la cuenta. Y antes de girarse, sus palabras descendieron con esa textura sedosa que solo tienen las amenazas envueltas en terciopelo caro.
—Nos vemos en la villa, Zarkova. Intacta… si tienes suerte. Aunque dudo que salgas de allí sin marcas.
Me quedé en la mesa, sola con el vértigo de lo inevitable. El nombre de Isadora flotaba en mi mente como un perfume que no se va. La tarjeta en mi mano pesaba más que cualquier arma. Ícaro estaba cada vez más cerca. Pero yo… yo ya no sabía si seguía siendo la cazadora o la presa.